En el miércoles de ceniza, la frase que más se repite es: «Polvo eres y en polvo te has de convertir». Y en el Génesis se lee que Dios creó al hombre de una pelota de barro (o sea, de polvo con agua), aseveración cuestionada por el inglés Charles Darwin, autor de la célebre teoría sobre la evolución de las especies por medio de la selección natural. Pero el hombre no desciende del mono, como erróneamente se dice, sino que ambos son herederos de un antecesor común y por eso… son algo así como primos.
Y en pleno siglo 20, el sacerdote católico francés Pierre Teilhard de Chardin -paleontólogo, teólogo y filósofo- intentó hacer concordar los datos de la ciencia con los de la religión, esto es, la razón con la fe: a Darwin con la Biblia. Hoy se sabe que el caldo primigenio, ese en el que se dieron todas las condiciones para que apareciera el primer ser vivo -una simple amiba- es eso: un barro elemental, aunque con todas las proteínas necesarias y suficientes para esa primera aparición de la vida que, luego, fue desarrollándose para llegar a ser algo así como un batracio, posteriormente un pez, después un reptil, más adelante algo muy parecido a una musaraña, hasta llegar al primer primate (y este giro no es redundancia), que luego evolucionó para ser ese antepasado común del hombre y el mono.
Esta teoría, admitida ya por casi todo el mundo -con la excepción de los fundamentalistas de todos los pelambres que, en todas partes y en todas las religiones, se dan-, no se opone, desde el punto de vista teológico, con la creencia en un Dios creador, ni siquiera en los cálculos por días en los que el Génesis nos cuenta todo el proceso de la creación. Porque la aparición del hombre sobre la faz de la Tierra sí tuvo que haber ocurrido en último término y ese conteo por días es, lógicamente, los días en el tiempo del Supremo Creador, que para nosotros los mortales se tienen que contar por millones de años, cada uno de ellos.
¿Pero de dónde llegó ese cúmulo de posibilidades de vida que, luego, aquí mezcladas produjeron ese barro del que surgieron todas las especies, la del hombre incluida? Pues desde ese primer segundo de la creación, desde esa terrífica explosión que otro inglés -«¡ah… estos ingleses!», como diría Don José Ortega y Gasset-, el científico Stephen Hawkins, llamó el «BigBang».
Ese polvo que luego formó las estrellas y los planetas y que, durante miles de millones de años, cayó por todas partes, es el mismo polvo cósmico, universal, con el que todos estamos creados y al que -por causa de la mortalidad que ganamos por los antojos de misiá Eva y la alcahuetería de don Adán- regresamos desde el día de nuestra muerte terrenal. No es sino ver los restos de cualquier humano, después de los años suficientes para la putrefacción de su cuerpo, que luego queda prácticamente desintegrado, hecho polvo; proceso que, por cierto, en los últimos años se ha acelerado con la cremación, para mí una novelería tonta y que rompió, sin mayor debate ni maduración, con una tradición milenaria, en aras de unas muy discutibles sanidad y economía (en los estudios de la prehistoria se parte, precisamente, de las formas en que las primeras sociedades enterraban a sus muertos: «campos de urnas» o «túmulos», dependiendo de si sus despojos eran incinerados o enterrados).
Sí señor. Así de sencillo, pero también de grandioso. Somos polvo de estrellas, tan elemental pero al mismo tiempo tan sublime. Estamos fabricados con la misma materia que esos punticos luminosos que vemos allá arriba, en una noche despejada que, en estos veranos y en estos trópicos, son casi todas, gracias al mismo Dios creador.
Esos punticos luminosos, de los que solamente en nuestra galaxia -que es como decir «nuestro barrio» en todo ese universo enorme y que se llama «La Vía Láctea», porque se puede ver a veces como una mancha de leche-; esos punticos luminosos suman, según los astrónomos, 100 mil millones de ellos, de esas estrellas; y sin contar los planetas, de los cuales solamente vemos los de nuestro Sistema Solar, algo así como «la cuadra» del barrio en la que vivimos. Y, dicen los mismos astrónomos, que galaxias, que barrios como el nuestro, pueden existir otras 100 mil millones. Multipliquemos, entonces, 100 mil millones por 100 mil millones y caremos en la cuenta de lo vanos que son todos nuestros orgullos, nuestras ínfulas. Hay una fotografía, que es la más hermosa que yo haya visto, tomada desde uno de esos robots que los gringos lanzaron con rumbo y destino a los planetas Júpiter y Saturno, en la que se ve a la Tierra como un puntico azul, en medio de millares, de millones de otros puntos luminosos amarillos.
Y saben ustedes ¿cuál es el diámetro de uno de esos punticos de la constelación «Orión», que se nota a simple vista? El mismo de la órbita de Plutón, el planeta más lejano del Sol. O sea, que en la vuelta enorme que Plutón da alrededor del Sol, cabe preciso ese puntico de la constelación «Orión», puntico que es una estrella y que se llama Betelgeuse. Que tal! Y pensar que en este otro puntico insignificante que se llama planeta Tierra, todavía hay gente que cree que el «súmmum» de la grandeza es… comprarse un carro. Avemaría!
Fe y razón. Ciencia y religión. Dos conceptos que el padre Teilhard de Chardin trató de armonizar, pero que los fundamentalistas no se lo permitieron y terminó sus días silenciado por unos mandamases, ignorantes y fanáticos. Fanáticos por ser, precisamente, eso: ignorantes… aunque con toga. Y nosotros podemos decir estas cosas porque tenemos todos ese «soplo divino» con el que el Supremo Creador nos diferenció del resto de la creación, que tampoco se pierde cuando nos volvemos otra vez ese polvo cósmico del que venimos y en el que nos vamos a convertir.
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