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Hacer el duelo

En todas las sociedades -civilizadas o no- la muerte de allegados y parientes mueve a actitudes que se salen del común comportamiento. Hay como un acuerdo para hablar en voz baja, dar abrazos estrechos, se vierten lágrimas y se pronuncian palabras de consuelo. Otros pueblos (como los semitas: judíos ortodoxos y los árabes del desierto) lanzan alaridos y se rasgan las vestiduras, mortificando sus cuerpos como si con eso lavaran el dolor.

Pero aquí, en la mañana del pasado viernes -y mientras las cadenas noticiosas privadas de radio y televisión dedicaban su programación a rechazar el estúpido atentado terrorista contra la Escuela de la Policía, en la que los jóvenes inician su carrera como oficiales- la emisora de la policía (al menos la que se sintoniza en Cartago) tenía como programación la de todos los días… con música bailable incluida. Solo les faltaba el “güepaje”. Fue tan grotesco eso, que me motivó esta columna y recordé mis propios duelos, entre los cuales el de mi mamá fue algo que rayó en lo terrible y espantoso.

Algún “sabio” de la comunicación social ha dicho que quienes empleamos esta manera de dar a conocer las propias meditaciones -y, de pronto, orientar a la opinión pública-, no debemos referirnos a nuestra vida privada. Cosa absurda, porque si hay algo en lo que podemos sustentar nuestras ideas son, precisamente, las vivencias de lo que hemos gozado… o padecido. Al grano (con el perdón de los que piensen en contrario): una de mis amigas más entrañables y que fue testigo de aquel mi mayor sufrimiento, me preguntaba años después que cómo iba ella a enfrentar la muerte de su mamá. “Todos los días le llevó algún mecato como muestra de mi cariño y cuando muera a quien se lo entrego”, me decía. Acostúmbrate a la idea de que algún día te va a faltar, sentirás muchísimo dolor pero, cuando la recuerdes no con tristeza sino con ternura, habrá concluido tu duelo, fue el consejo que le di.

Y así fue. Cuando ella falleció, diariamente me llamaba varias veces, llorando y diciéndome que no se creía capaz de soportar. “Te pasará, lentamente es cierto, lo que no quiere decir que olvides su memoria”, le aseguré con base en mi propia experiencia. Hoy me dice que así fue y que aceptó lo irreversible: que todos los humanos algún día moriremos. En mi caso (y para terminar estas confidencias), no fue por mi propia voluntad que salí de esa etapa, porque no la tenía: estaba destrozado moral y hasta físicamente. En una madrugada imploré ayuda al Espíritu Santo y la recibí casi desde el día siguiente, de lo cual doy testimonio, no para que sirva de ejemplo. Tal vez, solo de reflexión. Y si toda esta tortura se da ante el fallecimiento natural de los seres queridos ya ancianos… que no diremos cuando entregan, en pedacitos, los cadáveres de hijos o hermanos que apenas estaban comenzando a vivir.

Lo que no se entiende, pues, es ese comportamiento gremial de la emisora de la policía en comento, mientras el gobierno decretó tres días de duelo, con las banderas oficiales a media asta y la inmensa mayoría de los colombianos rechazamos esta barbaridad cometida contra jovencitos desarmados. O es que ese medio de comunicación funciona al garete, sin ningún criterio, con ignorantes e insensibles empleados que no parecen entender, no solo la gravedad de lo que ha ocurrido… sino que cayeron sus propios colegas. Y el viernes la volví a sintonizar en las horas de la tarde, para saber si el equivocado era yo. Pero no: la misma música que había escuchado por la mañana y ni siquiera instrumental o clásica, como en las semanas santas de mi adolescencia.

Los colombianos debemos -tenemos- que emplear estos días de luto para reflexionar acerca de nuestro presente… que parece haber dado varios pasos atrás. Claro que es apenas una ínfima minoría la que todavía practica estos métodos terroristas: el mismo ELN aparece dividido entre los pacifistas y los guerreristas y terroristas.

Coletilla: El próximo cinco de febrero se cumplen 220 años del bautizo (1789), en el Templo San Jorge de Cartago, del doctor José Francisco Pereyra Martínez, quien había nacido veinticinco días antes. Fue hijo del español con ancestro portugués Juan Pereyra y Miranda -quien era Regidor perpetuo del cabildo de Cartago- y de la cartagüeña Josefa Martínez Bueno. Se le puede calificar como Padre de la Patria, pues en la segunda presidencia de Santander el congreso lo eligió como Consejero de Estado, desde donde se ocupó de la redacción de varios códigos, entre ellos, el de Régimen Político y Municipal, el de Procedimiento Civil y el de Reformas Judiciales, que contribuyeron a la conformación y consolidación de nuestra república. El abogado Guillermo Suárez Moriones, vicepresidente del Centro de Historia de Cartago, me recordó que en este año se cumplen 200 de la batalla de Boyacá y, por eso mismo, se están preparando colaboraciones en todo el país que recuerden nuestra independencia. Darle su nombre al Parque Lineal de nuestra ciudad, puede ser una de esas contribuciones… como lo sugerí en mi artículo anterior, en el que recordé que fue dos veces ministro de Estado, presidente de la Corte Suprema, del Consejo de Estado y del Senado. El doctor Pereyra, además, mantuvo la llama de la independencia en nuestro Norte, al apoderarse de Cartago y ser proclamado como jefe político y militar, posición desde la cual mantuvo a raya a los españoles que todavía intentaban retomar el poder bajo el mando del pacificador Morillo.

Gustavo García Vélez | CiudadRegion.com

Nota aclaratoria: las opiniones de los columnistas son de su estricta responsabilidad y no representan la opinión de este portal.

Gustavo García Vélez

Cartagüeño raizal, bachiller del colegio Liceo Cartago, egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad Libre, ex concejal liberal de Cartago, comentarista público desde hace más de 30 años en medios impresos y radiales.

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