Cuando no se tiene formación de historiador (aunque sí la vocación, en mi caso tardía) es necesario acudir a los que la recibieron y la practican. La lectura de buenas biografías de personajes conocidos -inclusive las novelas históricas- producen el deleite propio de los nuevos conocimientos. Y en estas épocas de bullarangas es una verdadera terapia. Claro que hay que fijarse muy bien en quien las escribe, porque aparecen unos seudo-historiadores que se autocalifican como tales… y así figuran hasta en las entrevistas que les hacen otros ignorantes con toga, parecidos a ellos.
Llegó a mis manos una novela histórica, escrita por Nicholas Guild, nacido en San Francisco (Estados Unidos), graduado en Berkeley en Lengua Inglesa y Filosofía, lo que es una muy buena tarjeta de presentación. “El asirio” -1998, Editorial Planeta- se refiere a parte de la historia de Asiria, un reino del que oímos hablar en la niñez, pues se menciona hasta en la Biblia, cuya capital Nínive fue la causante de la destrucción de Babilonia, a donde ya habían sido conducidos los judíos como esclavos.
La pugna entre dos hermanos medios, hijos del monarca Senaquerib, es el marco en el que se mencionan también las costumbres y sus apariencias físicas de otros dos pueblos de la antigüedad: los escitas y los medas, estos últimos oriundos de las montañas adyacentes y origen de los persas, que luego se adueñaron de esa parte del mundo. Ciro y Darío fueron dos de sus shas -sus reyes-, siendo el tercero de este nombre derrotado por Alejandro Magno, quien llevó la cultura de los griegos hasta bien adentro de Asia. Se les describe en esta novela como integrantes de la raza aria, de color y facciones diferentes a los asirios y que apenas estaban intentando formar su propio imperio. (Arios se proclamaron los nazis alemanes y con esa genética se creyeron los dueños del mundo, con licencia para masacrar a los que no lo eran). Y de Persia eran los famosos Reyes Magos, recordados por esta época navideña como los que llegaron con obsequios de oro, incienso y mirra para el recién nacido.
Y en otro libro (“El misterio de las catedrales”, Fulcanelli, Plaza & Janes, 1970), muy leído en la época de mi adolescencia, se habla también de esos magos llegados de oriente. Este autor era un personaje alquimista, muerto a comienzos del siglo pasado y cuyo real nombre no aparece, pero que en este libro revela un muy grande conocimiento de los secretos que se guardan en las catedrales góticas de Europa, cuya construcción se debió a los maestros que heredaron esas enseñanzas de sus antepasados, en una profesión que se dice es el origen de la masonería. Lo que se deduce, es que las creencias cristianas tal vez fueron copiadas de otras mucho más antiguas, remontadas inclusive hasta la época del antiguo Egipto.
José, hijo de Jacob, fue vendido por sus hermanos a un mercader, quien a su vez lo transfirió a Putifar, funcionario del faraón (aunque la que así debió llamarse fue su mujer, que era ninfómana e intentó “papiarse” al judío, pero no pudo). Llegó a ser el segundo a bordo después del mandatario, porque le adivinó sus sueños: los siete años de vacas gordas, durante los cuales ahorró para los otros siete de las flacas. Las 12 tribus de Israel terminaron en Egipto hasta la aparición de Moisés y es muy posible que, por el sincretismo tan común en todas las religiones, hayan adquirido allá las creencias en la resurrección del dios Osiris y en su esposa, Isis. (Excelente la serie sobre José y sus hermanos que transmite RCN-Televisión de 8 a 11 de la noche, todos los sábados. Otra que, junto con la diaria “El Sultán” del Canal Uno… me cambió la hora de la acostada).
En las páginas 66 y 67 aparece esta leyenda, titulada “De las cosas que ocurrieron en Persia, cuando el nacimiento de Cristo”, que se atribuye a Julio Africano, cronógrafo del siglo III, aunque se ignora a qué época pertenece realmente: “La escena se desarrolla en Persia, en un templo de Juno construido por Ciro. Un sacerdote anuncia que Juno ha concebido. Todas las estatuas de los dioses se ponen a bailar y a cantar al oir la noticia. Desciende una estrella y anuncia el nacimiento de un Niño Principio y Fin. Todas las estatuas caen de bruces en el suelo. Los Magos anuncian que este Niño ha nacido en Belén y aconsejan al rey que envíe embajadores. Entonces aparece Baco, que predice que este Niño arrojará a todos los falsos dioses. Partida de los Magos, guiados por la estrella. Llegados a Jerusalén, anuncian a los sacerdotes el nacimiento del Mesías. En Belén saludan a María, hacen pintar por un esclavo hábil su retrato con el Niño y lo colocan en su templo principal con esta inscripción: A Júpiter Mitra, al dios sol, al Dios grande, al rey Jesús, lo dedica el Imperio de los persas”.
Y en la página 68 se lee este párrafo, todavía más desconcertante: Diodoro de Tarso se muestra más positivo cuando afirma que “esta estrella no era una de esas que pueblan el cielo, sino una cierta virtud o fuerza urano-diurna, que había tomado la forma de un astro para anunciar el nacimiento del Señor de todos”. Se deduce de esta afirmación, que es la fe -la creencia en lo que no se ve, pero se presiente- la que guía los pasos de los que siguen firmemente una idea.
Coletilla: En la plazoleta de Guadalupe había -hasta hace unos años- varios árboles de camia, que aromatizaban el ambiente. ¿Será posible rescatar esa tradición?
Gustavo García Vélez | CiudadRegion
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