Como un déjà vu (término francés que significa ya visto) sentí el derribo de la estatua de Belalcázar en Popayán. La impresión de haber vivido hace tiempo los mismos sucesos recientes -o algo muy parecido- es un fenómeno mental inexplicable. Y el cerebro comienza su labor de escaneo, monitoreando para encontrar el momento de nuestra existencia en el que eso sucedió. Pero la cosa se complica cuando la semiología vuelve símbolos las imágenes y la materia se confunde con la historia para construir algo diferente: un mito.
Porque en eso se convirtió este analfabeta, criador de cerdos en Extremadura (España). Su desaforada ambición lo llevó a zafarse de la coyunda de su paisano Francisco Pizarro y pedir para él mismo la gobernación de los territorios que conquistara. Fundó a Quito, Popayán y Cali, ordenándole a Jorge Robledo que explorara hacia el norte. Marchó a Madrid para reclamar sus títulos y cuando regresó, otro conquistador le había usurpado su autoridad. Receloso con el fundador de Cartago porque éste había reconocido al recién llegado -y tal vez porque era de estrato superior-, entabló una pelea que terminó en la “Loma del Pozo” (cerca de donde hoy queda Pácora) y allí lo venció… a mansalva y sobre seguro. Robledo fue ejecutado, ahorcándolo.
Su fama de buen militar y la posibilidad de que -si le iniciaban un juicio por la muerte vil de su rival- se uniera con los hermanos de Pizarro, que se habían declarado en rebelión contra la corona en protesta por la nuevas leyes que reglamentaban a favor de los indígenas las encomiendas entregadas a los conquistadores, motivaron el silencio de las autoridades que impidieron inicialmente ese proceso. Pero la viuda del Mariscal Robledo se casó con el juez que finalmente obró… y debajo de las cobijas logró que se le enviara a España, como reo. Estando en Cartagena a la espera del velero que lo devolvería a su patria natal, murió de infarto en Cartagena.
En lo primero que pensé luego de mirar el video de lo sucedido en Popayán, fue el vitral que estuvo colocado en nuestra catedral cuando -recién levantada por la labor persistente del presbítero Hernando Botero O´Byrne- él mismo decidió motu proprio dejar para eterno recuerdo la constancia de que esa fue su obra. Pero el recién llegado obispo de Cartago pensó que era un ejemplo de vanidad inconcebible en un prelado… y ordenó retirar esos cristales multicolores que forman el rostro como de santo de quien fue artífice del hermoso monumento, que nos muestra hasta las lejanías con sus 50 metros de altura. Y en una bóveda están todavía escondidos. Algo me dijo que ese no era el motivo de los recuerdos, que permanecían en el sótano de mi mente.
Llegué entonces a época más reciente, cuando el monumento con unos párrafos del más sentido himno a Cartago -“Elogio de la Ciudad Materna”, escrito por el cartagüeñísimo Don Luis Alfonso Delgado- fue demolido para dar paso a una escultura dizque con la imagen de la anciana indígena que le dio nombre al río “De la Vieja”. Y como también un cantante de música del despecho había reclamado puesto en nuestra historia casi cinco veces centenaria, pues decidieron autorizarle colocar su imagen… “un poco más allá”. No le gustó la que le hicieron y encargó un busto, posando como todo un “Pensador” de Rodin que se devana los sesos escribiendo las letras de sus canciones. Esos despropósitos tampoco aclararon mis inexplicables recuerdos.
La máquina del tiempo retrocedió otras tres décadas hasta 1957 y… eureka: allí comenzó a titilar la tómbola que premió mis esfuerzos mentales. Consulté a un amigo mayor, quien confirmó el hallazgo. Sí señor. Aquí también tumbaron una estatua: el busto del dictador Rojas Pinilla, puesto allí por un alcalde militar de Cartago en las épocas de la peor violencia política. Un militante del Partido Liberal -Yesid Mazuera Gutiérrez, quien después fue dos veces alcalde- condujo su jeep del que estaba amarrado con lazos ese busto, lo arrancó y recorrió toda la ciudad arrastrando lo que quedó, pues además fue incinerado. Detrás iban los estudiantes, respaldando con fervor ese acto reivindicatorio de la democracia, rota con el arribo al poder de los militares. Vea pues. Semejante tarea mental para que los muy borrosos recuerdos de mi primera infancia se esclarecieran… inclusive hasta ver los colores de la bandera nacional que mi madre había exhibido en los postigos de la ventana y que se llevaron unos estudiantes que participaban en la revuelta encaramados en una volqueta, dejando el asta porque estaba asegurada por dentro.
Este escrito es periodismo de información para recuerdo de nuestra historia lugareña, mi vocación tardía. Con el de opinión dejo sentada (más bien… parada) mi posición ante este “estatuicidio”: es una pendejada, que demuestra exceso de ignorancia y escasez de tolerancia. Solamente el de Rojas Pinilla se justificó, porque su paso ilegal por la presidencia de Colombia no alcanza a ser histórico y fue apenas una mancha en nuestro devenir cinco veces centenario. Qué paradoja. Los mismos que reclaman ser incluidos y no rechazados, son los que ahora quieren desconocer hechos históricos inmodificables: que somos el resultado de una mezcla triétnica de la que es parte mayoritaria la herencia española, dejando su impronta con el idioma, la religión, los apellidos y hasta las instituciones administrativas -como los municipios, las provincias y las regiones- en una labor de siglos. Solo falta la exigencia para que se vuelva siempre obligatorio y no solo en los carnavales de Pasto o Barranquilla… el uso de taparrabos con peineta de plumas incluida.
Para concluir esta metáfora: el ADN de la actual historia colombiana no puede ser modificado para extraerle una de sus partes.
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