Tal vez mucha gente cree que los historiadores son una parranda de desocupados, que malgastan su tiempo averiguando pendejadas sin importancia o, lo que es peor, que ya no se pueden cambiar. Lo que estos ignorantes ignoran es que esa labor de buscar y encontrar datos de personajes y sucesos de generaciones anteriores, son como granitos de arena que van construyendo la historia mayor.
El escritor francés Víctor Hugo les enseñó a sus coterráneos el pasado de esa nación, a través de sus novelas sí, pero respetando los sucesos históricos, como por ejemplo la llegada de la dinastía de los Borbón al trono, cuando el protestante hugonote de ese apellido, Enrique Cuarto rey de Navarra, se volvió católico para acceder a la corona: “París bien vale una misa”, dijo. Y otros autores también han empleado la novela histórica como manera de conservar y transmitir los hechos del pasado.
En Colombia resulta que, por obra y gracia de la ausencia total de esas clases en el pensum oficial en las últimas décadas, las nuevas generaciones desconocen por completo nuestra propia historia. Hace poco se aprobó una ley restituyendo esa cátedra en los colegios, pero el problema inmediato reside… en que tampoco hay profesores que dominen el tema como para transmitirlo a los alumnos.
Entonces, se ha tenido que acudir a otras fuentes como las telenovelas aparentemente históricas, caso el “Bolívar” que transmite Caracol-Televisión, para inculcar los hechos de nuestro pasado. Desafortunadamente, allí no se han respetado los sucesos que reposan en esos escritos de los historiadores y que son como una mina para quienes quieran conocer cómo fueron las cosas realmente. Es el caso de la personalidad del general antioqueño José María Córdoba, héroe de la batalla de Ayacucho y uno de nuestros padres de la patria. En esa serie se lo ha presentado como un sicópata, con mirada torva y envidioso de la gloria del Mariscal Antonio José de Sucre.
No sé si el libretista desconoce la obra de la historiadora Pilar Moreno de Ángel (la primera mujer en ser aceptada en la Academia Colombiana de Historia), quien escribió tomos enteros sobre la vida, obra y milagros de Córdoba, desde su nacimiento y hasta su muerte, asesinado en el municipio antioqueño de Santuario -después de haber sido derrotado en batalla y cuando se encontraba convaleciente de las heridas recibidas-, por obra de un sicario inglés integrante de la Legión Británica, enviado por el venezolano Urdaneta precisamente para eso. Se conserva en el museo de esa localidad el sombrero de paja, roto por el tajo del machete con el que fue agredido.
Tampoco se dice nada de lo sucedido en esa batalla en Perú, que fue la derrota definitiva de las tropas españolas en América. No se mostró la decisiva actuación de Córdoba en ella, pues ante la evidencia de que estaban perdiendo, él desenvainó la espada y pronunció su célebre frase: “A discreción. Paso de vencedores” y ordenó a la banda de guerra que él financiaba de su propio bolsillo que tocara himnos marciales, lo que encendió el ánimo de los soldados y volteó la suerte. Tampoco, que Sucre en el mismo campo de batalla lo ascendió al grado de general, facultad que tenía pues Bolívar no estuvo presente porque el congreso de Colombia le había quitado el mando de las tropas.
En Cartago fue fusilado por orden de Tomás Cipriano de Mosquera el hermano de José María, Salvador, también militar y que fue capturado en El Naranjo -hoy Obando- cuando viajaba hacia el sur a encontrarse con el general José María Obando (¿por eso este municipio norteño se llama así?), quien encabezaba la sublevación contra el gobierno en la primera guerra civil que tuvimos, la de Los Supremos, a comienzos de la década de 1840. El hecho es conocido como “Los escaños de Cartago” y se ha dicho que fue en el sitio en donde quedaba la antigua capilla de El Carmen y hoy la catedral. Sostengo que ese ajusticiamiento, por ser un mensaje de escarmiento enviado a todos los insurgentes, debió ser en plena plaza principal. Los escaños son unos muebles, que bien pudieron ser llevados hasta allá para el fusilamiento. Días después hubo otros y a Salvador se lo enterró casi como un n.n.: en el registro que figura en nuestro Archivo Histórico de esa defunción no le aparece su grado de militar. El escarmiento… se volvió escarnio, burla, además irrespetuosa.
Coletilla 1: En el registro de viajeros españoles a América -años 1510-1534- aparece esta pepita de oro, que es parte de una historia menor, pero creo que nadie -por aquí al menos- conocía: Antonio de Robledo, vecino de Úbeda, hijo de Jorge de Robledo. Pasó a Venezuela en la armada de los alemanes el 12 de octubre de 1534. El Mariscal Jorge Robledo nació allá, como ya lo reconocen y hasta una calle de ese municipio lleva su nombre. Y por la fecha él ya estaba en América, acompañando a Belalcázar cuando este se zafó, se desmarcó, de la coyunda de Francisco Pizarro para ser el gobernador de lo que conquistara. Es muy posible, pues, que un hijo suyo hubiera seguido el ejemplo paterno. Y hay que recordar que con María de Carvajal -la linajuda esposa que trajo de España, cuando regresó de atender el juicio que se le hizo por acusación de Pedro de Heredia de haber fundado a Santafé de Antioquia en su jurisdicción- no tuvo descendencia.
Coletilla 2: Algunos repiten como loras mojadas que las mujeres españolas solo viajaron a América mucho después que los hombres y que por eso todos tuvieron que “echar mano de las indígenas”. No es cierto… es pura paja. En la relación de los viajes de España a nuestro continente aparecen ya en 1510 mujeres, acompañando a sus maridos y hasta con criadas. Otra cosa sucedió con Belalcázar: sus descendientes son de vientres indígenas. Era “pipícontento”.
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