“Me gustan sus escritos, siempre los leo”, fueron las palabras de un ciudadano esta semana en el Parque de Bolívar de Cartago. Su cara se me hizo conocida, ya vista en estas largas calles cartagüeñas, aunque -como nos sucede a casi todos los de mi generación- no recuerdo su nombre. No es usual este tipo de saludo conmigo, menos de quien no es amigo, pero en su rostro se reflejó la sinceridad con la que se expresó… y hasta el gusto por verme.
La vocación por expresar lo que siento ante situaciones de la vida diaria del entorno en el que nací, me crié y resido, ya se había manifestado desde mis épocas de bachillerato. Siempre las clases de castellano me daban la oportunidad de decir cosas, cuando de hacer la tarea propuesta por el profesor se trataba. Él ponía el tema y los alumnos redactábamos nuestras opiniones, para soltarlas en la siguiente clase. Eran como los talleres de redacción de hoy, que son cursos casi para especialistas, en los que se intenta enseñarle a escribir con propiedad a quien sienta esa afición. Pero creo que sigue vigente aquel aforismo, famoso en la España de siglos anteriores: “Lo que natura no da… Salamanca no lo presta”. Y el fulano resulta, para los que saben en donde ponen las garzas… solo un “escribidor”.
Cuando decidí no litigar en la profesión de derecho -concluida sin deudas académicas en la Universidad Libre-, llegué a la conclusión de que los medios de comunicación son unas excelentes vías para denunciar, demandar, debatir y cuestionar, que son todos actos semejantes a la litis en los despachos judiciales que no acepté. Recuerdo ya con una sonrisa el día en el que le entregué a don Jorge Ramírez Molina (propietario-director de La Voz del Norte, único medio escrito de ese entonces) mi primera columna en sobre cerrado… y como si fuera una carta-bomba. Casi se lo tiré en el mostrador de su librería “La Suerte”.
Al día siguiente esperé ansioso que llegara el periódico y quedé estupefacto cuando vi mi escrito… colocado como el editorial. Se llamó “Peretago o Careira”, haciendo un juego de palabras con los nombres de las dos ciudades y sugiriendo una asociación de municipios para tratar problemas comunes, como el agua potable de nuestro acueducto que recibe las aguas negras del barrio Cuba, el futuro de los aeropuertos y otros. Obviamente, semejante recibimiento me estimuló para continuar con esta labor. Y el tradicional humor negro tan cartagüeño me salía siempre como la sal (o el ají picante) de cada columna. Casi tóxico. Algunas malacaras recibí, pero eso solo logró… afinar mi puntería.
El País de Cali, La Tarde y Diario del Otún de Pereira, La Patria de Manizales también acogieron mis artículos cada que quise y sin saber de qué color eran los ojos de los directores de esos medios, ni ellos el de los míos. Conservo la mayoría de esos escritos, que digité cuando conseguí computador y los tengo en una carpeta… durmiendo el sueño de la espera para su publicación. La carátula está lista -diseñada por mi primo segundo Carlos Humberto Naranjo Cardona, egresado de la Facultad de Bellas Artes en la Universidad Tecnológica de Pereira-, con base en un concepto mío. El título es el mismo de uno de esos artículos: “¡Que venga un Virrey!”, con signos de admiración que nunca empleo.
Ese artículo fue publicado por el diario “El País” de Cali, el 16 de septiembre de 1985. Ya había sido conocido, casi con los mismos términos, en el diario “La Tarde” de Pereira, el 2 de octubre de 1984, en la columna “Peretago”, que mantuve en ese medio de comunicación social. En el diario pereirano termina diciendo: “Pero lo vamos a traer. A él o a otro. ¡Que venga un virrey! De cualquier cosa -aunque sea el de los feos o el de los mentirosos- pero que venga”. He sostenido -con el talante burletero que tienen los paisas y sus descendientes- que ese es el origen de todas las frustraciones que padece Cartago desde entonces.
Y luego pasé a ser comentarista público radial, en la desaparecida emisora Ondas del Valle y algunas intervenciones en Radio Robledo, pero nunca improvisando. Siempre llevé escrito mi comentario para tratar de evitar la repetidera de palabras -la gagueadera-, característica de todas las improvisaciones. Con esta experiencia (de casi 40 años), puedo decir que el oficio de comentarista público -sobre todo si es ad-honorem- es siempre… una labor muy difícil. Si se hace con responsabilidad, claro, sin afanes diferentes a buscar que las cosas públicas mejoren.
Hoy, con la moda de la internet llegué a esta era por invitación que me hiciera mi amigo Luis Alberto Marín (“Lualma”), q.e.p.d. No sé cuántos lectores tengo y creo que igual sucede con los colegas. Y vea pues: el saludo de un ciudadano que no es mi amigo personal me motivó este recuerdo, con el que solo quiero contarles a los que no lo sabían -y acudir a la memoria de los que sí- la trayectoria de quien esto escribe. En veces creo que antes de redactar mi columna he masticado tanto el tema, que sale redonda y hasta rotunda, casi contundente y, por eso mismo, no hay por donde meterle el mordisco. Tal vez por eso los “me gusta” que a veces salen (casi todos de mis primas, tan queridas ellas) van acompañados de alguno de esos muñequitos hoy de moda, pero nunca… de comentarios que muevan a debate.
Coletilla: Estuve pendiente de las noticias que pudieran salir de la reunión de los 32 gobernadores con el gobierno central, este fin de semana en Cartagena. Pero “nanay cucas”. Solo las manifestaciones presidenciales en contra de problemas que no son del ámbito de estas entidades territoriales y alguna mención a las contralorías como focos de clientelismo. Lo dicho: los departamentos están tan desprestigiados… que ya ni noticia son.
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