El gobernador del Quindío, sacerdote Carlos Eduardo Osorio Buriticá, cerró el viernes el acto de conmemoración del terremoto que destruyó a media Armenia, con la esperanza de que ahora siga… la reconstrucción ética de la ciudad, cuyos últimos alcaldes -una mujer incluida- están presos y a la anterior gobernadora le tienen graves acusaciones por delitos contra el patrimonio público.
Habló de la descomposición del tejido social como consecuencia de esa tragedia y que se refleja en el alto índice de desempleo y en el incremento del consumo de drogas. Lo cierto es que los 1.111 muertos y los miles de casas de los barrios populares destruidas como un dominó en un minuto… no son lo único para lamentar y olvidar. A los armenios les corresponde demostrar que el hacedor de títulos rimbombantes que fue el Maestro Valencia, tenía razón cuando calificó a Armenia como “La Ciudad Milagro”. (A Cartago la llamó “Cuna del Talento y la ciudad donde hasta las piedras piensan”.)
En el Quindío se crió mi papá -que nació y fue bautizado en Pereira- y allá están enterrados sus padres -Simón y Susana-, y su hermana mayor Marcelina que fue en la práctica su mamá, porque quedó huérfano con solo un añito de vida. Puedo sentir a este departamento como dice la canción de Ana y Jaime: “Quindío, corazón mío”. Los huesos de los mayores tienen el poder esotérico de ser un imán que atrae… y con fuerza. Por eso viajé al día siguiente, cuando conocí la situación preocupante de mi tía materna y su esposo, que allá residían y fui testigo de cosas que quiero recordar en este escrito.
La primera noticia fue que el epicentro del terremoto había sido Obando. Pienso en ese dato cuando se producen temblores en el oriente de Colombia, que se sienten en Pereira y Armenia, pero no en Cartago. Pareciera que existe alguna formación geológica en nuestro vecindario (al sur y al norte) que es parte diferente a la cordillera Central y por eso la onda de esos sismos no entra aquí. Un buen tema para los especialistas: tal vez la serranía que se desprende de esa cordillera por los lados de Sevilla -a la que llamo “Del Olvido”, porque los gobiernos departamentales ni la conocen… y se nos olvidó ponerle nombre- sea la responsable de ese fenómeno.
El servicio telefónico de la época colapsó. Solo por la noche pudo mi tía comunicarse conmigo y contarme que estaban ilesos, que su apartamento no había sufrido ningún daño… pero que estaban sin víveres, porque ese día iban a comprarlos y a todos los supermercados los habían cerrado por temor a los saqueos. Adquirí en Cartago todo lo que pude (hasta agua, porque ese servicio también estaba suspendido, al igual que el eléctrico), viajé a Pereira y desde allí a Armenia. A mí me enseñaron mis padres a tratar con cortesía hasta a los desconocidos, pero me dí cuenta de que en las tragedias imperan los codazos y las zancadillas: con eso tuve que responder a los que hacían lo mismo conmigo, para lograr un asiento en la buseta que me llevaría a mi destino.
Y cuando llegué, tuve que pararme en la calle en el Parque Fundadores con mis bultos de víveres, porque ningún taxista me atendía. Logré que uno se condoliera de mi tía y su esposo, que vivían en ese sector, solos en su apartamento y sin mercado. Por la tarde salí al centro a mirar ese desastre y lo que vi se quedó grabado en mi mente: el edificio de la asamblea departamental estaba ladeado, recostado en el de enfrente (al día siguiente se desplomó); el encargado de dirigir la extracción de los escombros en un edificio del Parque de Bolívar, tenía a su propia madre enterrada entre ellos; había decenas de ciudadanos con caras pálidas intentando destruir las rejas de un supermercado. Y, al devolverme por el temor de quedar encerrado en alguna asonada, observé a los dueños de almacenes entre el Parque de Bolívar y el de Sucre, parados en las puertas de sus establecimientos… con armas de fuego en la mano. “Aquí los esperamos, que vengan esos h.p.”, gritaban.
Me encontré con un primo hermano paterno, residente hace años en Armenia, le advertí de lo que había visto y le aconsejé que era mejor devolvernos. Uno de los aguaceros apocalípticos típicos en el Quindío (de los que mi papá me había hablado), nos obligó a escamparnos en el alero de un banco y enfrió a los posibles asaltantes de los almacenes del centro. Y por la noche, escuché en las emisoras las advertencias ante la posibilidad de que sí hubiera ataques a las viviendas del norte, por parte de las gentes del sur. Al despertar al día siguiente, me di cuenta de que los únicos que no habíamos amanecido en la plazoleta de parqueo de vehículos de ese conjunto residencial… habíamos sido el esposo de mi tía y yo. Todos los demás estuvieron allí armados, “por lo que potes”.
La enviada de un noticiero de televisión dijo que unas casas estaban sostenidas con varitas de bambú. La pobre no sabía que eso… se llama guadua. Hoy la oigo en un noticiero radial y supe que es costeña. Su nombre: Erika Fontalvo. La reconstrucción se logró de manera tan rápida porque contó con el Forec y la colaboración de algunas ongs, que contribuyeron con su experiencia. Una de ellas fue la Corporación Diocesana de Cartago, que mejoró y construyó 6.236 viviendas nuevas para familias arrendatarias. Por eso a Monseñor Jairo Uribe lo vimos por TeleCafé, muy orondo… sacando pecho y estirando pescuezo, para que el gobernador le chantara la medalla.
Gustavo García Vélez | CiudadRegion
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