El País | Cali | 07 FEB 2016 – 10:38 pm
Todo en él parece una extravagancia. Empezando por su nombre. Que a un niño nacido en la vereda Pedro Sánchez, justo a medio camino entre Obando y Cartago, en el norte del Valle, lo bauticen Rosemberg es una extravagancia.
Nació en 1959, fue el hijo menor de 14 hermanos y cree que su nombre lo leyeron sus padres por ahí, en algún periódico, cualquier domingo, y vaya usted a saber por qué les gustó. “En los años cincuenta fue muy sonado el caso de los esposos Rosenberg”, dice pasito, como para él mismo.
– ¿Te lo contaron? ¿Sabían ellos quiénes eran los Rosenberg?
– No, qué iban a saber, si ellos eran unos campesinos.
Cuando Rosemberg Sandoval habla de su infancia, de la casa en que creció, todo parece aún más extravagante. Habla de su hermana que se enloqueció a los 16 años, previo aviso de un psiquiatra que la vio a los 5 años y se lo vaticinó; de sus hermanos los borrachos, amigos de las drogas; de su padre que, siendo agricultor, tuvo que convertirse a la fuerza en pintor de brocha gorda; de su madre, que en lugar de entristecerse cuando alguno de los hijos se iba de la casa, se alegraba porque era una boca menos para alimentar.
– Mi casa era lo más parecido a un pabellón psiquiátrico. Yo creo que por eso me convertí en artista. Era una necesidad de escapar de esa locura, de ese ambiente tan pesado que se respiraba.
Al oírlo hablar en el tercer piso de su casa de Jamundí, el mismo que le ha servido de taller en los últimos 10 años, y en donde ha elaborado piezas o partes de perfomances, muchos de los cuales hoy pertenecen a colecciones privadas, como la de Daros en Suiza y desde el año pasado la del Moma en Nueva York, uno empieza a entender ese rompecabezas que parece ser su vida y su obra.
Tenía apenas 6 meses cuando su familia fue desplazada del norte del Valle a causa de la violencia. Y hasta Cali llegaron los 16 a instalarse en una casa que quedaba muy cerca a la puerta de urgencias del Hospital San Juan de Dios, en Cali. Fue allí donde creció Rosemberg. En los pasillos de ese Hospital. Un niño de 6 años que merodea entre el dolor, la enfermedad, la pobreza, la agonía, la sangre, la soledad, el miedo.
– Como en mi casa no había plata, y mi papá no sabía hacer nada citadino, mis dos hermanos mayores empezaron a trabajar como enfermeros del Hospital y empezaron a sostener la casa. Y yo, como era el pequeño, les llevaba cosas en la mañana o en la noche, dependiendo del turno, y entonces me perdía entre ese caos que es una sala de urgencias. Eso me marcó muchísimo.
Tiene sentido. Porque de eso es de lo que han estado –están– hechos sus performances: de dolor, enfermedad, pobreza, agonía, soledad, sangre. Mucha sangre.
Rosemberg Sandoval es considerado uno de los pioneros del performance en Colombia. Los empezó a hacer a finales de la década del 70, cuando aún era un estudiante de Bellas Artes. Y a diferencia de muchos artistas que los hicieron, los hacen, como una actividad paralela al resto de su obra, él es un “performista de oficio”, como lo define el curador Miguel González.
– Nunca me imaginé en otra situación en la vida distinta a la de ser artista porque siempre hice lo que me dio la gana. No fui un niño castigado. Yo no sabía cómo transgredir las normas en mi casa porque en mi casa no había normas. Y pienso que eso tiene que ver mucho con el lenguaje. Si hubiera tenido normas habría sido un pintorcillo, un acuarelista, una cosa más recatada. Y yo no soy eso.
Ni él ni sus obras son eso. Lo suyo es, por el contrario, la artillería pesada. Y es que por esa relación directa que tuvo con la muerte, siendo un niño, empezó haciendo obras que más parecían las de un francotirador.
Su primera exposición se realizó en el Museo Nacional en 1981, en una exhibición de arte joven, el Salón Atenas. Y ya desde entonces su obra tenía esa carga política que no ha abandonado a lo largo de su carrera.
Allí presentó ‘Extensión’, una gran tela usada de género, “con la que se hacen los bolsillos, para darle una lectura económica”.
La tela la tiñó en café, no solo porque la economía del país en ese momento estaba basada en el grano, sino porque quería explorar una nueva forma de pintar, no untando, como los europeos, sino tiñendo, como los indígenas.
La tela, finalmente, pendía de una sonda llena de orines del autor. Una extensión de su cuerpo, dice.
– Si hoy evalúo esas obras, veo que son piezas que están resueltas como si las hubiera hecho hoy. Nunca hice piezas por las que me diera vergüenza.
No se avergüenza de ‘10 de marzo’, por ejemplo, un performance presentado en una galería de San Diego, en donde construyó una red con vísceras humanas que se anudó de pared a pared dejando al público atrapado.
– La gente se quedó quieta porque imagínese, quién va a tocar vísceras humanas. Tuvieron que esperar a que nosotros la desmontáramos. Quedaron como secuestrados en el espacio.
Tampoco se avergüenza, por qué habría de hacerlo, de sus obras escritas con pelo, de haber pintado a modo de grafiti las paredes de un museo en Guayaquil con la lengua de un preso político, de haberse fotografiado con un cadáver de una niña de 9 meses anunado a su cuello en forma de collar, de haber sangrado a chorros luego de estrujar con sus manos decenas de rosas, de haber pintado un lienzo con el cuerpo de un indigente.
– Toda la vida me han dado garrote. Cantidades. La gente supone que porque uno es pobre tiene que ser dócil, servil. Pero yo nunca he sido así.
A Rosemberg Sandoval lo que en realidad lo atribulaba era cómo iba a mantenerse a través del tiempo con ese tipo de obras. Porque ¿quién compra un performance, una instalación?
Y pasaron cerca de veinte años hasta que alguien, nada menos que la casa Daros, de Suiza, una de las colecciones de arte contemporáneo más prestigiosas de Europa, se interesó en su obra.
Y fue la salvación, porque pudo empezar a contemplar la posibilidad de vivir de su arte.
Eso, el haber resistido, es uno de los atributos que el curador Miguel González más destaca de su obra. No haber sucumbido ante las presiones del mercado.
– Su obra desde el principio nunca fue contemplativa sino eminentemente conceptual. Su obra, al igual que la de Marcel Duchamp, no es lo que estamos viendo con los ojos sino las ideas que se esconden detrás de los materiales: de los vidrios recogidos de atentados terroristas, de elementos de personas desaparecidas, ausentes.
Esto es válido para sus ‘Mapas rotos’ de Latinoamerica, Europa y Estados Unidos, dibujados a punta de puñal; para su ‘Venus escolar’, unas botas de guerra cortadas, redefinidas, con instrumentos quirúrgicos; para ‘Emeberá-Chamí’, esas botas pantaneras con astillas de hueso humano. Para toda su obra.
Fue ese mensaje de crítica política y social lo que sedujo a los curadores de Daros. Y fue, también, lo que sedujo el año pasado a los curadores del Moma, el Museo de Arte Moderno de Nueva York, uno de los más prestigiosos del mundo.
– ¿Qué siente que después de 35 años de carrera su obra llegue al Moma?
– Pues imagínese, esa es como la catedral del arte contemporáneo. Aquí estuvo todo el grupo curatorial husmeando en mi casa. Yo me sentía demasiado revisado. Como a los seis meses me escribieron diciéndome lo que les interesaba y al final se quedaron con cinco obras: ‘Dibujo’, de 1980; ‘Mapa Cali’, de 1983; ‘Coche de bebé’, de 1999; ‘Ana María’ 1984 y 2000; y ‘Dibujo múltiple de solidaridad’, de 1985.
Pero lo que más me gustó es que la tesis curatorial con la que entré al Moma es la de un artista que desde los años 70 tiene la investigación política desde adentro, no como tema sino sentida, vivida. Eso me agradó mucho. Porque yo llegué a la violencia porque la sentí, porque me tocó. No como quienes hacen un remedo.
– ¿Valió la pena el riesgo entonces?
– Sí. Pero lastimosamente el riesgo en el arte contemporáneo en América Latina ya desapareció.
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