Pajareando: acariciando aves con el lente

Samuel Estrada Buriticá | Cartago | 04 MAY 2015 – 8:46 am

Jorge Hernández es un fotógrafo Cartagüeño, quien desde muy niño ha sentido una gran admiración por las aves; por sus colores, su comportamiento y hasta su alimentación. Así lo demuestran cientos de fotografías que conserva como su más grande tesoro.

Imágenes que guardan con el mismo celo los majestuosos instantes congelados durante sus recorridos de avistamiento, donde ha tenido la oportunidad de hacer con sus ojos, a través del lente, lo que no le permiten sus manos: acariciarlas.

Unas caricias que se vuelven abrazos desde el momento mismo en que hombre y ave se percatan de sus respectivas presencias

Unas caricias que se vuelven abrazos desde el momento mismo en que hombre y ave se percatan de sus respectivas presencias y se da esa seductora danza que comienza con una desesperada huida, pero termina con una fugaz pose.

Ahí está la recompensa por horas de caminata y cientos de suspiros de admiración que se ahogan en el silencio, todo por no perder de vista a sus escurridizos modelos, quienes por lo general pasan inadvertidos ante los ojos y el oído del común de la gente.

Gente que, como en ellas, ignora en Jorge todo ese potencial artístico de poder captar su belleza y disfrutar de magníficos conciertos ambientales, a base de cantos y colores, con sólo abrir las puertas de sus casas y dar unos cuantos pasos.

Esa es la esencia del “pajareo”, como él mismo le llama, la cual hoy día convoca a otros amantes de la naturaleza y la imagen, como Mauricio, César, Bryan y Vintabara, quienes cada que su corazón les dicta, es decir siempre, se reúnen para “pajarear”.

Se trata de recorridos que comienzan en cualquier lugar de la Villa de Robledo, donde las voces, los pitos y en general todo el ruido de ciudad, se pierde al pasar por algún parque o solar centenario, agudizando el oído, la vista y dando click al obturador.

Es ahí cuando la estridencia cartagueña es acallada por el canto del Bichofué gritón, del Trepatroncos rayado o incluso, del Garrapatero gigante, los cuales además los deleitan con la exuberante belleza de sus plumajes.

Toda una religión que gira en torno a la contemplación, esta vez desde la madre vieja La Zapata, ubicada en el barrio Cámbulos, donde estos maravillosos seres se convierten en impotentes testigos de tanta crueldad contaminadora.

Así lo señala el Gavilán caminero, quien con su nostálgico lamento denuncia cómo los árboles que otrora eran sus pedestales hoy se consumen como leña en los fogones de las casuchas incrustadas en los escombros “traídos del centro”.

Una angustia permanente que se aplacará con las lentas y lejanas pisadas, acompañadas de suspiros de admiración como preámbulo de la ráfaga de clickeos que los acariciarán y abrazarán antes de alzar vuelo.

“Han llegado los pajareros”, le grita desde el alambrado el Bichofué al Trepatroncos, quien desde las alturas le responde: “No te afanes, haz como si no los vieras y apenas sientas las caricias, te vas… De seguro, mañana volverán”.

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