“No le tengo miedo al Covid, nacimos para morir, dicen muchos en la calle”.
En varias oportunidades el director de la OMS advertía sobre el peligro a perder el miedo al contagio del virus, aunque un poco ambigua su afirmación, lo que en realidad quería transmitir era el temor a perder el miedo racional que nos pone en alerta ante cualquier situación de peligro y que nos ha mantenido vivos como especie, como mecanismo de supervivencia, no al miedo irracional que después se convierte en ansiedad, desesperanza y un sin números de síntomas mentales y emocionales que generan malestar.
No estaba equivocado vaticinar tal cosa, pues veo como en muchos sectores del comercio y población en general ya no se implementa las medidas de bioseguridad con las que se dio apertura a la reactivación económica cuando aún el virus no tenía el potencial de contagio que tiene hoy; las noticias políticas y de farándula, han perdido de vista la importancia de informar con objetividad el comportamiento del virus, quizás también por la fatiga que ha implicado hablar todo el tiempo del Covid durante más de cien días, sin embargo, es ahora cuando más fuerzas se deben tomar para hacer campañas publicitarias, psicoeducación y fortalecimiento de las estrategias para poder salir de lo que se dice es la última etapa en el que alcanza su pico más alto el virus.
La reactivación de la economía implica un alto riesgo de contagio, pero es necesario para poder sostener lo que nos queda de país, de vida productiva; el problema es cuando olvidamos, pero no solo el olvido de que el virus está entre nosotros, sino de las personas que encarnan la desgracia de tenerlo, el contexto que los rodea, el olvido de las familias de los pacientes que mueren por esta causa, el olvido de su dolor, del acompañamiento al duelo, en el que no se puede llevar a cabo los rituales culturales para despedir a ese ser querido, me refiero a los funerales, a las misas o cultos que son necesarios para hacer frente al dolor de la partida de un ser querido. Es terrible tener que imaginar pero mucho más debe ser tener que vivir la experiencia de no despedir al ser querido y solo ser testigo como se convierte en un número más en la estadística de las victimas del Covid que terminan en cenizas.
¿Son acaso los muertos las únicas víctimas? Por su puesto que no, pero así lo piensan quienes dicen que no les importa si mueren a causa de esto, hijos, madres, hermanos, amigos quedan con el dolor de tener que afrontar algo que humanamente hasta el momento es imposible de detener, no hay atención para ellos, a nadie quizás le importa, de la misma manera que no le importa la salud y el bienestar de los médicos que trabajan día a día de frente con la enfermedad. El acompañamiento de las familias que quedan golpeadas por el trauma que genera ver morir un familiar, implica acciones reales, profesionales, no condolencias y la frialdad del mensaje de la muerte, hablamos de seres sintientes, de personas con una historia, del futuro, de los proyectos que quedan abandonados, de los hijos que quedan huérfanos, de las viudas, de las deudas, de la soledad.
Es cuestión de conciencia, de saber que aún no tenemos la cura para la enfermedad, que son nuestras familias, las familias de nuestros amigos los que mañana pueden quedar en una profunda soledad, con una pérdida irreparable que tal vez por nuestras acciones, nuestra forma de pensar y nuestro cansancio nuestra conciencia se convierta en una conciencia nefasta, fría, egoísta que no le importe el dolor de los que quedan.
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