Los sociólogos pueden explicarnos esta emotividad extrema. Si es herencia, entonces sería por los genes españoles (“la sangre nos llama” dicen los genealogistas), porque nuestros antepasados indígenas eran más bien pasivos, hasta el punto de que se dejaron masacrar.
Humberto De la Calle Lombana recordó, en entrevista para el noticiero de Yamid Amat, que en España todos los partidos políticos se unieron hace años -estando él allá como embajador- en una marcha para protestar por el asesinato de un concejal en el País Vasco. Y puso esto como ejemplo para Colombia, con respecto a las movilizaciones este fin de semana en rechazo por la muerte de líderes sociales.
Los televidentes observamos, con sorna, la ausencia de los representantes de la derecha en esas marchas. Ni uno solo asomó su rostro… y menos su verbo, tan enfático para defender o atacar. Hay que recordarle al doctor De la Calle -para repetirlo con un dicho… ya dicho- que “no estamos en Dinamarca sino en Cundinamarca” y que esas caminatas se han vuelto aquí solamente un paseo. Porque no es la primera vez (y seguramente no será la última) que los ciudadanos son convocados a protestar. Recordemos no más las que originó la visita del Papa Francisco no hace mucho… y que ya nadie recuerda. Pasaron a la historia, como uno de los tantos periodos de la patria boba que hemos tenido.
Y podría apostar que muchos de quienes pensaron asistir a esa convocatoria no lo hicieron, porque seguramente estaban todavía celebrando con guaros otra culequera: la camiseta amarilla para uno de los ciclistas que compiten en la Vuelta a Francia y que hizo olvidar la sacada de clavo del indiecito boyaco apenas un día antes. Habría que analizar aquí que pudo más: si las invitaciones para esa marcha… o el interés de los medios de comunicación que estaban transmitiendo la etapa, muchas horas después de la cambiada de camiseta del muchachito colombiano. Los noticieros de televisión repitieron hasta el cansancio -hasta la náusea, decían “enantes”- las imágenes emotivas de las pedaleadas… y las lloradas del nuevo campeón. Es que las cuñas publicitarias pueden aumentar y hasta subir de precio si se mantiene una buena audiencia. Se revuelven, pues, esfuerzos deportivos con resultados económicos.
Los sociólogos pueden explicarnos esta emotividad extrema en estas partes del trópico. Si es herencia, entonces sería por los genes españoles (“la sangre nos llama” dicen los genealogistas), porque nuestros antepasados indígenas eran más bien pasivos, hasta el punto de que se dejaron masacrar. Si es el clima, cabría también preguntar qué nos podría suceder con el cambio climático que ya se nos vino encima: ¿nos calentaremos más o nos enfriaremos cuando nos convoquen a protestar? Y si es elemental sentimiento humano, entonces… ¿son marcianos los de esa extrema derecha? Porque, repito, su ausencia ha sido manifiesta en estas marchas. A ellos -que posan de muy cristianos- ni siquiera la visita y las palabras del Papa Francisco los convencieron.
Todo esto parece atávico. Recuerdo las marchas programadas en el gobierno de Belisario Betancur… con millones de palomas de papel incluidas. Mi padre -que fue tan burletero, como descendiente de paisas- miraba las imágenes televisivas y repetía con sonrisa sarcástica esta frase: “Ah… Bolívar”. Nunca le pregunté que significaba exactamente eso y si era una añoranza, aprendida de sus mayores, por la autoridad de los españoles expulsados por el Libertador. De pronto así lo entendí, pero no solo por respeto no lo interrogué sino porque de pronto… el objeto de sus burlas sería yo. En fin: esperemos la próxima marcha para rechazar o celebrar cualquier cosa.
Y hablando de esa “emotivina” que nos corre por las venas, también son bien risibles las diarreas mentales del sub presidente de nuestro país. Su retórica ya ha llegado al nivel de los gramáticos de principios del siglo 20 que nos gobernaron. Y como no se ha distinguido precisamente por ser consecuente entre lo que piensa, lo que dice… y lo que hace, hasta en la cara se le nota que no siente lo que está diciendo, aunque manotee. Es que su pose de “chicanero” desde el mismo comienzo de su mandato lo marcó con un tatuaje mental. (este sustantivo viene de la palabra chicana que, según mi Larousse, significa ardid, argucia y se usa, sobre todo en América, con sus derivados chicanear y chicanero. En mi adolescencia todavía se empleaba y con ella definíamos a los compañeros de clase muy “picaditos”… descrestadores).
Es que esos tatuajes inexplicablemente tan de moda en ciertas personas (habrá que preguntar el porqué) existen también en la mente, el espíritu, el comportamiento. El personaje de marras quedó marcado indeleblemente con sus chicanerías iniciales: como los malabares con un balón, las “clases” televisadas de guitarra, las faltas de protocolo con el rey de España, las arrodilladas ante Trump… y el oso tan peludo creyendo que con un concierto de reguetón tumbaba a Maduro. Su insistencia en acabar con la JEP no solo entorpeció la labor en el Congreso, sino que es el argumento principal para no creer en su sinceridad cuando respalda el proceso de paz, atacado precisamente con esa masacre de los líderes sociales que lo defendieron. En fin. Los comentaristas públicos tenemos el deber -y en mi caso el placer casi sádico- de inyectar “racionalina” a esos aconteceres diarios, si es necesario “intramuscular… y bien profunda”. Aunque duela. Y es muy posible que para esta semana esté ya desactualizado este comentario, porque seguramente habrá otra culequera (otro “calor de horqueta” como dice un amigo mío, muy cartagüeño él) que motive la emoción más que la razón. Veremos.
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