Desde hace años, la colonización antioqueña es cuestionada por los ecologistas. Y lo primero que habría que decir, es que ese fenómeno socio-económico -todo un terremoto que cambió el eje de la economía en nuestro país, pasándolo del oriente donde se sembraba tabaco y quina, al occidente que empezaba sus cultivos del café- fue muy anterior a la convicción actual del cambio climático, una de cuyas causas es la tala de los bosques. Es necesario, por consiguiente, ubicar muy bien el tema en los tiempos en que se dan estas circunstancias. Contextualizarlo, que dicen.
Esa fuerza incontenible de las relaciones sociales y económicas que se producen según las necesidades de cada época, da como resultados cambios en la tierra que se pisa. Eso sucedió con la conquista del oeste gringo, que acabó no solo con las inmensas manadas de búfalos… que también con los indígenas de piel roja, porque la corona inglesa nunca expidió normas para protegerlos, como sí lo hicieron los españoles, cosa que olvidan los que añoran esa colonización anglo-sajona y la hubieran preferido a la hispana nuestra.
Y lo mismo podría decirse de las enormes movilizaciones de tribus en Europa, como los francos desde lo que hoy es Alemania y la de los visigodos que llegaron hasta España. O la de los mongoles que invadieron un imperio tan antiguo ya, como el que ocupó el territorio que hoy es China. Sin olvidar a los hunos (diferentes de los otros… y no es un simple juego de palabras), que aterrorizaron con el bárbaro Atila lo que ya había sido conquistado y colonizado por las hordas germanas.
De manera que no somos una excepción. Lo que sí llama la atención es que hasta se pretenda ahora esconder la obra pictórica emblema de la colonización antioqueña: la famosa pintura del Maestro Cano, llamada “Horizontes”, cuyo protagonista señala con su dedo el futuro, mientras siente la compañía apoyadora de su mujer y el cuerpo de su hijo que lo incita a continuar para dejarle alguna herencia. Hasta el hacha del Parque “Fundadores” de Armenia es despreciada. Estas actitudes las exhiben, como moda, inclusive quienes son descendientes de esos paisas que -tumbando monte, sembrando café y fundando pueblos-, rompieron ese como “tapón del darién” que era el centro-occidente colombiano, trayendo civilización y progreso para la tierra que pisan… esos mismos cuestionadores de hogaño.
En este mes de marzo se cumplen cien años de la fundación del más bello municipio nuestro: El Cairo. Y uno se imagina la proeza de ese acto por aquellas calendas. Debió ser tremendamente difícil empezar siquiera la preparación de los terrenos para que allí vivieran esos fundadores y sus familias, porque eran selvas vírgenes a las que la mano de los descendientes de los españoles no habían tocado. Solamente los rezagos de la etnia de los quimbayas habían llegado hasta allá y la prueba son los hallazgos de guacas que contienen parte de su legado.
La conquista del Chocó comenzó desde Cartago por la vía que va hasta Nóvita, tierra toda de propiedad de latifundistas de Popayán, que “importaron” negros esclavos comprados en pleno centro de nuestra ciudad, en donde hasta los curas hacían esos negocios y a los que uno se imagina abriéndoles la boca para comprobar su edad por el estado de la dentadura… como si fueran gitanos comprando bestias. Esta es la misma carretera que nos comunica con El Cairo, abandonada cuando se abolió la esclavitud; y fueron precisamente los paisas quienes la reabrieron, porque a los raizales caucanos de entonces tal vez les dio pereza hacerlo.
Conocí a este municipio ya pre-adolescente y este recuerdo lo tengo muy grabado en mi memoria: la obligatoria parada en “La Carbonera” para tomar aguapanela con queso, servida en bellísima vajilla de peltre, que yo desconocía, con enormes platos y tazas y sentado en bultos de panela. El asombro al ver allí las nubes abajo; y cuando llegué, admirar el parque igual de grande y de plano al de Cartago. Y a los dos días la madrugada para visitar una finca de mi tío Luis Eduardo, hermano de mi papá y quien me llevó en mis vacaciones a conocerlo. Sus enseñanzas ensillando el caballo que iba a montar (por vez primera y única en mi vida): esto se llama brida, esto freno, esto estribo.
Y sus consejos: nunca pierda la brida ni los estribos, que me sirvieron mucho cuando, con mis primos atrás muertos de la risa, pude dominar al caballo que había emprendido la para mí loca carrera al galope hasta la portada de “La Rocallosa”, predio de su propiedad y al que tenían acostumbrado hacer eso saliendo del casco urbano. Cuando el viejo arrimó su caballo al mío -con el poncho en su cuello, de adelante para atrás y el sombrero aguadeño colocado como es, que le daban más elegancia a su porte-, me dijo: “vea pues, el hijo de Marco salió berraquito”. Por el respeto debido a los mayores que me enseñaron en mi casa no le dije con mi boca lo que sí creo que le expresé con mis ojos: “viejo güevón, esta me la pagás”. Años después, se sorprendió al ver mi estatura: “venga a ver, midámonos”. Y con mi sonrisa más irónica le dije: “Tío, resígnese. Soy ya el más alto de la familia, no usted”. Con ternura me abrazó. Fue mi predilecto y creo que yo su sobrino preferido.
Hoy me imagino a mis otros tíos Juan Agustín y Luis Alfonso -cofundadores de El Cairo- sentados en una nube, mirando pa´bajo y señalándome con los labios, en gesto muy paisa: “vamos a ver que hace este”.
Gustavo García Vélez
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