Para los que nos criamos escuchando bambucos y pasillos en las voces de ya desaparecidos duetos y tríos -conformados solo por hombres-, nos produce desazón lo que ahora se oye (ya con voces femeninas o mixtas) en los festivales de este género musical, que se presentan en varios municipios de la zona andina de nuestro país. No sabe, ni huele… a nada.
La música es un sentimiento ancestral -atávico- de todos los pueblos. Para hablar solamente de la cultura occidental, desde los griegos (Apolo venció al joven Marsias con su flauta), pasando por los romanos y hasta llegar a las naciones ya conformadas, siempre se tuvo por los creadores de ritmos y armonías una estimación especial, que en veces llegó a rayar casi hasta la veneración. Por supuesto que cada grupo étnico basó sus preferencias en las melodías tribales, que estaban ya sembradas en sus genes, porque se heredan no solo los caracteres físicos, que también el temple, los gestos y hasta esas preferencias musicales.
Luego se llegó en este desarrollo a composiciones que llaman música culta (clásica), como las obras universales de Mozart, Bach, Beethoven y otros -casi todos alemanes- en las que, sin embargo, se alcanzan a notar sus raíces; como también se distinguen las de los italianos, lo que confirma que, a pesar de todo o contra todo, priman los genes. Entre los nuevos hay unos que, como Dvorak, no tuvieron ningún empacho en meterle a su música los ritmos autóctonos, típicos, de su Bohemia natal.
Y digo que da grima escuchar lo que ahora producen aquí, en tratándose de música andina. Reconozco que hay disciplina, dedicación y hasta amor en las personas que trabajan por intentar mantener la vigencia de esta parte de nuestra música -que no es la única: también están las de las dos costas y la llanera-, pero… no pasa nada con ellas. No conozco una sola de esas obras que se haya vuelto popular, como sí lo fueron las de los autores de “Pueblito viejo” o “Los guaduales”, los maestros José A. Morales y Jorge Villamil. Este último parece ser el que se llevó la llave de la mejor música andina a la tumba.
Ni que decir de los intérpretes: al Dueto de Antaño, a Garzón y Collazos, a Ríos y Macías y a Espinosa y Bedoya -para hablar solamente de los conjuntos y no de los solistas- no se les encuentran seguidores de sus mismas tallas. Pueden tener los nuevos excelente técnica y hasta mejor formación musical -ser “políticamente correctos” para emplear la expresión de moda- pero les falta lo que induce a cantar canciones que salen del alma. (En mi familia García es casi una ceremonia escuchar “Las Acacias” por el Dueto de Antaño. Hay hasta lágrimas… y no solo de las mujeres).
Por ejemplo: ¿cuál canción ganadora del Festival “Mono Núñez” ha logrado volverse popular, de esas que la canta de memoria cada colombiano? No hace mucho escuché a un integrante de Funmúsica recomendar a los organizadores que incluyan en esas presentaciones algunas canciones de las viejas, de las que sí arrugan el alma, para salir así de la frialdad en que se mantiene ese festival. Porque ni do-re-mi… ni fu, ni fa. Y lo mismo sucede con otros festivales: el del pasillo, en Aguadas; el del bambuco, en Pereira; y hasta en el de Ibagué, llamada la ciudad musical de Colombia. Por el canal TeleCafé mantienen un intento enternecedor, que trata de oxigenar a nuestra música andina. Pero es que cuando el corazón ya no palpita como antes… pues parece que no hay nada que hacer.
Y en tratándose de voces femeninas… todas se parecen, suenan igualitas. No existe la Carmenza Duque de hogaño, que se reconocía antaño desde las primeras notas. O la Arellano, de Buga. Por esta vía, la música de los Andes colombianos se nos está volviendo un tema para especialistas… sin el acompañamiento popular que impida su desaparición. Se nos convirtió en un oscuro museo de entrañables recuerdos. Que pesar.
Y creo que los medios de comunicación -radio y TV- tienen su cuota de responsabilidad en esta decadencia. Sus
preferencias por la música foránea (casi arrodillados ante canciones en inglés, hasta en las emisoras universitarias) o por burdas copias de los tales ritmos urbanos, mantienen arrinconada en el cuarto de san alejo a nuestra propia música. Recuerdo que hace años Yamid Amat dijo públicamente que el tiple es una mala guitarra. Que tal eso. Tal vez aquí se le salieron sus genes: él prefiere las algarabías árabes.
En nuestra Cartago nació Don (así, con mayúsculas) Pedro Morales Pino, a quien se le llama “el padre de la música colombiana”, título impropio porque esa música ya existía antes de él. Uno de sus méritos consistió en perfeccionar la bandola y en meter al pentagrama los aires populares. Además y como ya dijimos, existen otros ritmos colombianos aparte de la música andina y él no compuso cumbias, ni mapalés: con su pasillo “Leonilde” -que comienza con lentitud caucana y termina con el arrebato fiestero paisa- basta para inmortalizarlo. Y sus “Cuatro Preguntas” es como el himno entrañable de Cartago.
Qué vaina: se agotó la veta de oro que mantuvo de pie a los colombianos en épocas más duras que la actual. ¿Que vendrá? ¿A quien le volverá a sonar otra vez la flauta?
Coletilla: Señor alcalde: gracias por su generosa mención a mi escrito sobre el origen de la Plazuela Guadalupe. Y como usted dice, faltan detalles: el nombre de Morales Pino en su busto, con olorosas camias a los lados… y la placa con los de los 74 donantes en 1811, mirando al templo.
Gustavo García Vélez | CiudadRegion
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